Carta desde un geriátrico

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Publicado en Adulto Mayor, Correspondecia Recibida, VISIBILIDAD

“Muy apreciado amigo:

Principio las líneas de esta carta para agradecerle su visita. ¡Recibimos tan pocas…! Pero, en fin, no debo quejarme. Antes bien, agradezco a Dios por tantos y tantos años de vida que me ha otorgado.

Cumplí ya seis años en este asilo donde por mi propia voluntad me he confinado. He conocido en esta larga estancia a muchos viejos y a muchas ancianitas, y aunque sabemos que nuestra estancia en este mundo es ya corta, eso no ha impedido que hayamos llegado a estimarnos y extrañar a los que se van yendo; el día que hay una defunción se respira aquí un silencio impresionante.

Mi estancia en el mundo exterior era ya insostenible: creo que fue un error el haber invitado a mi hijo y su familia a vivir en mi casa cuando enviudé… Pero me apenaba que él, a pesar de frisar ya en los cuarenta, no tenía un ingreso fijo y mis nietos corrían el mismo peligro que él, de quedarse sin estudiar… Por otra parte, mi nuera se había comportado con respeto hacia mí, por lo que decidí ayudarlos. Me decía: “Tal vez sea lo último que haga en esta vida”.

Cuando ellos hubieron tomado posesión de la casa, poco a poco fui perdiendo terreno. Les molestaba que yo oyera mis canciones antiguas, e iban hacia mi equipo de música y sin ninguna explicación las cambiaban por canciones modernas que sencillamente no aguanto, pero que ellos preferían…

Poco a poco fueron desapareciendo los retratos de mis padres, de mi esposa, de los niños de mis hijos, e incluso los míos. Les molestaba mi incipiente sordera lo cual no me impedía oírlos cuchichear que yo era un viejo desaseado y latoso y se lamentaban que no me muriera pronto.

Me parecieron injustificados los calificativos sobre mi persona, ya que si algo bueno tengo es ser pulcro y tratar de no molestar a nadie. Mi pensión y el modesto capital que logré acumular me permitían antes de que ellos llegaran, tener la alacena y el refrigerador bien surtidos, pero ya instalados ellos en la casa, apenas me dejaban algo para comer y eso con malas caras cuando yo consumía lo que había adquirido con mi dinero.

Varios años pasé y aunque a veces estaba a punto de estallar los disculpaba argumentando que eran parte de mi propia sangre… No obstante mi sufrimiento, logré que mis nietos obtuvieran un título, pero no logré que fueran, si no agradecidos, siquiera respetuosos conmigo. En los últimos tiempos habitaba yo en el cuarto de servicio, fuera de la casa, lugar que me había destinado mi nuera.

En virtud que difícilmente podía caminar hasta el banco para cobrar mi pensión o los retiros de dinero que yo necesitaba, les pedía a ellos ya fuera que me acompañaran o les pedía que me cambiaran algún cheque: para que me acompañaran tenía que pagarles, y de los cheques me entregaban siempre cantidades menores a las retiradas.

El fracaso personal y la debilidad de carácter de mi hijo convirtieron a aquella familia en un matriarcado. En una ocasión en que me enfrenté a esa mujer y le reclamé su actitud y su injusticia e incluso la amenacé con lanzarla de la casa en compañía de sus hijos, me respondió que la propietaria de la casa era ella y que el que tenía que largarse era yo… Mi hijo me rogó que no ingresara al asilo y a pesar de que incluso débilmente me defendió ante ella, él estuvo también en peligro de ser lanzado igual que yo de esta morada que yo construí con el trabajo de los mejores años de mi juventud.

Estoy tranquilo: acá se me trata bien. Me apena y me inquieta únicamente el que yo no pueda proyectar algo para el mañana porque la organización de la institución está a cargo de las autoridades de la misma… Aquí es uno completamente dependiente y aun cuando la mayoría de los internos somos seniles y nuestro cerebro no tiene ya capacidad de juicio claro, algunos que como yo (perdonando un juicio un tanto presuntuoso) tenemos aún la mente lúcida, sufrimos porque nos tratan a todos igual y no se toman en cuenta algunas opiniones sobre modificaciones y mejoras al sistema, que en ocasiones respetuosamente sugerimos.

Ocasionalmente, más por interés que por amor, viene a visitarme mi hijo y siempre lo ayudo. Sin embargo, he hecho las diligencias necesarias para que el día que el Señor me llame, que creo que ya será pronto, mi modesto capital y mi casa pasen a poder del fideicomiso que maneja este asilo, donde yo y muchos como yo hemos venido a vivir en paz, a refugiarnos en los últimos días de la vida.

Y a usted, que ha tenido la gentileza de leer esta carta le digo: ¡Ayuden a los viejitos de los asilos! Si los jóvenes nos ponemos a pensar que un día llegaremos al invierno de nuestras vidas y que quizás estemos en una situación parecida a este relato, tal vez esto no pasaría con tanta frecuencia. Debemos respetar a los ancianos, ya que ellos son un manantial de sabiduría y experiencia…

¡Gracias y que Dios lo bendiga!”

Un adulto Mayor

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