Publicado en Ayuda a los demas, Benefactores, Familia, Relación con los demas
Tratar de ayudar a los demás careciendo de lo requerido, constituye la más grande equivocación. Además, lo peor es atrevernos a definir lo que debe hacerse para resolver problemas desconocidos, muchas veces jamás vivenciados por nosotros.
Por lo general, con los signos observados, intuimos cuál es la condición de alguien, lo cual dista mucho de saber cuál es realmente la situación y cuál la solución más adecuada para la persona. En muchos casos, ni siquiera nos han solicitado ayuda.
Nos tomamos el atrevimiento de juzgar a las personas y por si fuera poco, les asignamos nombres a su situación. Es obvio, dentro de su mente hay conflictos en determinados aspectos desconocidos para nosotros y, no nos los quieren confesar. Entonces comenzamos a hacer preguntas a las cuales se responde ambiguamente o simplemente las eluden; y para salir del paso, se refieren, (cuando deciden hablar), a situaciones aparentemente obvias, pero en verdad, están lejos de la situación real vivida.
Y es muy común encontrar personas ofreciendo como solución aquello considerado necesario para ellas mismas, o para la satisfacción de sus anhelos, o para resolver sus frustraciones, o aquello de lo cual han sido privadas toda la vida. Casi nunca nos detenemos a preguntarnos si en verdad somos solución o parte del problema, lo cual, a la luz de nuestro egoísmo, nunca nos atreveremos a confesar.
En una ocasión, recibimos a una señora de cuarenta y ocho años de edad con trastornos orgánicos que rápida y fácilmente se veían que éstos eran generados por su estado emocional alterado.
Cuando se le informa esta apreciación, confirma la causa (evidente) de sus trastornos de salud, generados por ver a su hijo en la droga desde hace quince años; ella misma considera sus trastornos de salud como una respuesta a la situación del hijo, y, desde luego, éstos no responden a los tratamientos habitualmente sugeridos para su caso. Se le ha tratado lo físico sin considerar su estado interno.
Pero, esa condición de salud, presente ahora, viene desde antes, aunque con síntomas menos notorios, razón por la cual se le interroga y accede a contarnos su historia.
Quedó huérfana de padre y madre a la edad de tres años, razón por la cual una de las abuelas se pasa a vivir con ella en la casa paterna. A los nueve años de edad fallece la abuela y se pasa a su casa una tía con el esposo, echando de la casa a los dos hermanos varones por considerarlos aptos para ganarse la vida con su trabajo.
A la edad de doce años, con el fin de despojarla de la casa heredaba de sus padres, la tía la saca también de su hogar y comienza a deambular de casa en casa, lavando ropa y haciendo otros oficios hasta la edad de catorce años cuando los hermanos la llevan para Cali; allí se casa a la edad de dieciséis años.
Dejemos de lado la historia de ella y tomemos la del hijo. Es muy interesante notar como la señora, a pesar de lo dramático de su caso, logra establecer un hogar y mantenerlo a lo largo de treinta y dos años; pero el hijo, a pesar de tener -aparentemente-todo, cae en la drogadicción.
Estudiando con ella el caso de su hijo y su propia vivencia, la señora puso como meta evitarle al hijo todas las carencias padecidas por ella.
Le dio amor, hogar, estudio, ropa, juguetes, regalos, fiestas de Navidad y cumpleaños; pero se olvidó la vida independiente de su hijo y quizá, aunque eso podría ser oportuno, no era todo lo necesario para él. De esa forma, al hijo se le generan vacíos los cuales trata de llenar a su mejor manera, llegando hasta la situación actual de drogadicción, situación que se ha prolongado por quince años.
Esto nos enseña, como se dijo anteriormente: corremos el peligro de equivocarnos cuando asumimos nosotros la explicación y la resolución de las condiciones vividas por los demás. De pronto, lo que consideramos nosotros como lo más importante para dar a los demás, sea considerado por ellos como lo de menor estima, y viceversa. Y desde luego, debemos revisar si la ayuda dada u ofrecida no responde más a nuestro amor propio y a nuestro egoísmo, por encima de la verdadera necesidad de los demás.
Sería bueno hacer un ejercicio de memoria y ver las frustraciones sufridas a lo largo de nuestra historia y los deseos insatisfechos acumulados día a día. Y desde luego, revisar cómo fueron interpretados por los demás y cómo nos atendieron. También, lo generado en nuestro interior cuando los demás se equivocaron al auxiliarnos y cómo afectan esas equivocaciones a nuestra vida hoy.
Con esto no queremos justificar al muchacho. Él tiene su parte de culpa en el proceso y mucha; pues la vida le dio, con seguridad, todo lo necesario para su realización. Si solamente se ha sentado a esperar recibir, sin esfuerzo, todo aquello a lo cual cree tener derecho, consideramos, se equivoca.
No estamos haciendo un juicio, desde luego; simplemente estamos poniendo en claro tanto la actitud de la mamá como la del muchacho. Al pedirle a la señora la evaluación de las dos experiencias, a pesar de todas las limitaciones tenidas, ella aprecia más su experiencia que la de su muchacho.
Y si ella sola pudo realizarlo suyo, con mayor razón pudo haberlo hecho el hijo quien sí tenía apoyo. Cualquier explicación sobra. Pero no debemos dejar de observar: la mamá obró por su experiencia y no por las necesidades del hijo.
EFRAÍN LESMES CASTRO