De Tony Panesso

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Publicado en Correspondecia Recibida

Querido amigo y Maestro de la palabra Gabriel Ángel Ardila, buenos días.

Este periplo rutilante: “Por las calles del amor… con aire de infancia”, recorriendo su solar natal- Bogotá-, para quienes, como yo igual que usted, conocemos y amamos con intensidad esta metrópoli fascinante que es ‘el hogar de los abuelos de todos los colombianos’ no es una simple crónica de viaje; es una preciosa película relatada en genial prosa poética, que pintando con magistral pincel, nos penetra y cimbra todos los sentidos desbordando de paso cataratas de emociones.

Su pluma es lírica, crestuda y merece hojas de pergamino para acariciarles el talle; es digna de mejores marcos y elevados proscenios. Dios le siga abonando tanto talento para goce de quienes nos arrebata el placer de la buena lectura.

Su amigo y admirador.

Tony Panesso

El 21 de septiembre de 2016, 11:16, Gabriel ángel Ardila escribió:
Por las calles del amor… con aire de infancia
Por Gabriel Ángel Ardila
Al pisar esas calles de infancia pasados los cuarenta, anduve en 2001, despacito, por las calles empedradas de la Conquista, los adoquines de la Colonia y redescubrí el asfalto de la Independencia en Bogotá.
Encontré los rieles del tranvía, desnudos, entresacados de las entrañas de la historia de mi ciudad natal no solamente frente a la Iglesia de San Francisco y su Palacio gubernamental, ante las instalaciones de El Tiempo y volví a leer placas recordatorias donde cayó Jorge Eliécer Gaitán. También pisé la vieja línea férrea abajo, San Victorino, sobre la 10 y otras vertientes viales de Bogotá en recuperación.
Gatee, otra vez, escalones de granito que no pisaba desde los años 70 cuando asoleaba cartas como niño trabajador, mientras leía las cartillas y hacía las tareas de la nocturna a la luz de la luna. Empinaba esos ímpetus hasta las oficinas de la dirección de El Tiempo, a un encuentro más (ya sólo con su memoria) de un viejo amigo: Uriel Ospina Londoño, periodista protector durante buena parte de mi vida de estudiante. Abracé con la mirada el espejismo de sus barbas blancas y se me antojó ahora más parecido al íncono San Pedro.

También mi Esperanza, levitaba (de la mano de mi pasado) en el espejo de otras parejas muy jóvenes que se abrazaban en esas calles. Recorrían entre besos y silencios prolongados, como 20 años atrás los cuatro, el cuerpo de ella, su alma y los míos.
Me hallé con todo ese amor pasado en los ojos inundados de una pareja que recorría sin mirar, sin atribuir ninguna importancia a las vitrinas y anaqueles de la historia del Arte Colonial, ahí en el barrio La Candelaria lo mismo que en las pupilas dilatadas del sol abrazador que calentaba esa mañana. Parecían amantes puestos para reflejar en sus vidrieras aquellos amores transeúntes. Tampoco notaban esos enamorados a los mirones, que disfrutábamos ahí, con el calor de más de dos décadas pasadas, el candor de besos renovados por la lumbre del recuerdo.
Jornada inolvidable. Aún trinaban en mi oído los arpegios de guitarra, con tonadas profundas del tiple y voces de los hermanos Collazos, herederos de la música y la gloria del dueto Garzón y Collazos, otra coincidencia histórica de este particular periplo.

Un amanecer
Amanecíamos cantando y añorando piezas salpicadas de gracia viva de una pareja musical que entraña toda la leyenda rica de esa Colombia nuestra que trasnocha y rinde culto a los amores o exalta la confesión de Enrique Collazos: “Le debo todo a un tiple. Desde mi primer tetero hasta éste aguardiente que me acabo de tomar”. ¿Cuántos enamorados deberemos muchísimo más a los tiples, a los acordes de guitarras y a esos recuerdos?
Intensos, los Collazos desgranaron un repertorio colombiano y preservado más para la gloria del recuerdo, que para la figuración propia. Amorosos, no ahorraron adjetivos para el legado ancestral. Sorprendentes, desencadenaron una lucha pasional, guardada para aquella noche, buscando dirimir su conflicto en un diálogo espontáneo. Entre brindis, carcajadas y aguijonazos de “veneno” verbal, trajeron sus diferencias frente a la perspectiva de un contrato para grabar con una disquera el repertorio heredado. Aunque en el fondo ambos desean, la forma del compromiso y la respuesta de los industriales del disco los mantiene divididos. Fue una serenata en la intimidad de una habitación de hotel en pleno centro, al reflejo de los viejos faroles coloniales, con el ritmo noctámbulo de La Candelaria en la grata compañía de Gloria Nancy, Martha Cecilia Uribe, Orlando y los célebres músicos vivos y sus ascendientes ahí rememorados.
Las calles restauradas de la vieja Santa Fe parecen haber librado ya la misma batalla de las incredulidades y la ciudad luce un extraordinario cambio. Quienes no conocían muy bien ese pasado, pueden notar amplitudes y coloridos. Los que anduvimos con la historia remota y la reciente, desde la infancia y la remembranza de tradiciones, no escapamos al alborozo, a la exaltación y no ahorramos energías para la guianza de nuestros contertulios.

Arreglada para nosotros
Bajo sol brillante y un cielo azul esplendorosos, los tonos de los muros de todas esas construcciones históricas parecían remozados. Las calles estaban arregladas, no se duda. Pero en aquella mañana de enero del 2001, parecían restauradas adrede sólo para aquella visita. Los pasos dados desde la Plazoleta de San Francisco hasta la Plaza de Bolívar, pasando por los edificios Murillo Toro y el Palacio de Justicia, dejaron de ser rutinarios. Descubrieron el rodar de gentes alegres en bicicleta, patines o simplemente a pie por la ciclovía. La plaza enorme rodeada de historia y protagonistas de la vida republicana, es un altar del poder desde la esquina de la Casa del Florero, hasta el Colegio San Bartolomé, orando ahí en la Catedral y el Palacio Episcopal. Del lado contrario, el colorido edificio de la Alcaldía capitalina contrasta entre las instituciones enfrentadas geográficamente, que son el Palacio de Justicia y el Congreso. Un repaso vivencial de la epopeya allí plantada, pero en una vitalidad que ampara a cientos de visitantes sobrevolados por el coqueteo de las clásicas palomas de la paz bolivariana.
El testimonio del paso y muerte de Rafael Uribe Uribe, sobre la 7a conduce a la vitalidad de los jardines de la Casa de Nariño, hasta el extremo de la edificación ya a la altura de calle 7. El rigor, pero la belleza y policromía de los uniformes de la Guardia Presidencial, determinan la vivacidad histórica. La acera de enfrente, ocupada por nuevas oficinas del Congreso y la Superintendencia Bancaria, cierran el sendero que lleva a la recuperación urbana de la Vieja Bogotá.
Por la sexta el paisaje es evocador, desde las puntas de la Iglesia de las Cruces hasta la blanca estructura de la Iglesia de Monserrate, al parecer más cercana que antes en el horizonte y hace notar las laderas semidesnudas, sin los follajes que siempre resguardaron el santuario.
Desde los pasillos del Museo de Arte Colonial, en la 6 con calle 9a, los muros y tapias de la estructura de la Iglesia de San Ignacio abiertos como heridas de la edificación, abundan en la semblanza evocadora de un refugio de todos los recuerdos. Ahí desde la esquina, se observa la estructura del Teatro Colón y enfrente, a horas de la mañana de domingo, el Palacio de San Carlos parece un observador desalojado y vencido. Sólo el generoso espacio de la sala de recibo, con las dos escalinatas alfombradas de rojo y un enorme arreglo de flores sobre una mesa finamente tallada, hacen pensar que es un lugar aún frecuentado para los oficios del poder público y, en especial, la diplomacia.

Testimonio de un escape de amor
La silenciosa ventana con inscripción en latín que grita el escape del Libertador Bolívar en la noche septembrina, ayudado por su amada Manuelita, devuelve a los hilos de Esperanza. Físicamente menuda, como la heroína, pero de espíritu arrollador, labrando una sonrisa casi permanente en sus hermosos dientes grandes de fiereza amatoria. Va hasta la esquina de la siguiente cuadra, en donde está en una conservación sorprendente la casa de la heroína, en antesala a los delirios naturales del Parque de la Expedición Botánica, por una boca-calle que nos devuelve otra vez hacia la esplendorosa Plaza de Bolívar. Todo es así, en círculos, como el juego del amor o los circuitos que trazaban los enormes ojos negros y los miembros abrazadores de Esperanza.
Atravesando la Plaza y ya por la carrera novena, dejamos la Alcaldía. Conecta con las vidrieras y viejas estructuras de sedes bancarias que desde nuestro ángulo parecen escalinatas propicias para subir desde allí la cumbre hasta alcanzar otra vez a Monserrate.
Descolgando por la calle 13, llegamos al escenario del mayor desafío en los últimos tiempos: ese mercado popular de la Jiménez con carreras 11 y 12. Después de traspasar las callejas de libreros y vendedores de útiles escolares, aparece la plaza increíble de San Victorino. Abrazamos con un sólo golpe de ojo el impacto del cambio. Los comercios, farmacias y formalidad de tiendas del otro lado de la Avenida, que siempre tuvieron su lugar ahí, pero antes parecían eclipsados por el tejado incoloro de una galería de estantes atiborrados con mercaderías, en la mayor esquizofrenia comercial.
Ahora había pausa. Un lejano circular de buses y automotores contrastaba con el recuerdo de no remotos años, arremolinados, por vías frenéticas de trashumancia y celo de mozuelas rebuscadoras o ladrones en huídas. El paisaje había cambiado. Rotundamente. Ahora, el generoso espacio aparecía relumbrante, incitador a la pausa y al descanso.

Abrazo al futuro
El encuentro de lo histórico con lo moderno, en el viejo sector de la calle 26, nos despachó hacia el futuro. Ciudad Salitre, Maloka y los atractivos de la feria científica primorosamente elaborada para que todos los niños del mundo, en cualquier edad, como nosotros, pudiéramos pisar el terreno del encanto, de lo desconocido. No sólo porque estas expresiones son de vanguardia en la era de la informática. Si no, sencillamente, porque en los tiempos de Esperanza este lugar se hallaba en estado primario, lleno de rastrojo y ni calles, edificios y menos puentes levadizos para peatones se vieron, ni apenas se podían vislumbrar 25 años atrás.
Los generosos espacios del andén, la plazoleta de acceso a Maloka y la magia de la física manifiesta en un anillo oscilante sobre la nada, en la acción invisible de la gravedad, nos dieron la bienvenida. El casquete del domo no alcanza a despejar dudas sobre los contrastes arquitectónicos, ni hace elocuencia con los desafíos que el visitante más audaz se pueda plantear al entrar. La magia de lo cóncavo y convexo imponen el ritmo vertiginoso de la curiosidad y hacen más infante al visitante, más indefensos y evocadores del amparo que seguramente habríamos podido tener en la cálida compañía de la dientona, menuda y abrazadora. Sobrevivimos a los requiebros de la imaginación como si chorreando un beso apasionado, superando el vacío del estómago. Sacudimos la ropa y el pelo de la salpicadura de escarchas, salidas de la maravilla cinematográfica exhibida en la sala más realista que hayamos visitado. Escalamos, con sufrimiento de alpinistas imaginarios, al pico más ansiado del mundo, el Everest, sin olvidar para nada la real ausencia de la nostálgica compañía de los años escolares o de los lances de audacia en el mar, en Santa Marta.
Salimos con los calofríos de aquella aventura glaciar, preparados para degustar las más deliciosas recetas de café al pie de las líneas de internet, listos para continuar pisando el mundo virtual cibernético. Jugamos a llenar con cubos de madera el volquete de un camión y nos dejamos enredar en otros recreos, para niños de cualquier edad, hasta quedar en manos de los guías que ayudaban a resolver los acertijos en una forma decorosa de suplir nuestra propia torpeza. Maloka implica desafío, pero no deja a nadie estrellado de bruces contra su falta de habilidad: Insta a dar en el clavo, así sea con el suave garrote de un auxilio oportuno. Así, nadie sale renegando de haber sido vencido por su poca genialidad. Es un juego de vencidos con cierta dignidad…
Después de conocer por dentro desde el funcionamiento de un sanitario, hasta los saltos luminosos de las llamadas al teléfono celular, quedamos presos en los hilos de agua tocados de luces multicolores, sobre la plazoleta que despacha desde el piso duro, duchas de agua hacia el cielo, en un concierto sorprendente de las fuentes luminosas. Piezas de clásicos le ponen el ritmo a los chorros y a los aplausos de visitantes que aprecian, al anochecer, semejante concierto al aire libre.
Aunque los anunciadores y auxiliares de Maloka advierten con cierta severidad “que si alguien decide poner su humanidad bajo la caída de esos chorros, se suspenderá el espectáculo”, vimos el traje impecable de alguna enamorada ensopado en los recuerdos luminosos, fusionados con los toques de la Quinta Sintonía y los ojos apagadizos de una ninfa que en forma muy “casual” se dejó alcanzar por uno de esos chorros. Parecían salpicaduras de un arroyo de lluvias, los pegotes de agua alumbrada por la genialidad del espectáculo, al mismo modo que el traje de Esperanza resultó ultrajado por la embestida de un salpicón de lodo y agua propulsada por el brinco intencionado de un joven ‘gracioso’, que pretendió de tal forma halagar su compañía, 20 años atrás.

Sentí la reacción airada, pero vencida, de la misma enamorada. Sólo que aquí los ojos apagadizos, por los toques de sublimación que se atribuía al impacto de los besos que le prodigaba el abundante chorro luminoso, ocultaron del todo la respuesta. El recuerdo era todo lo contrario.

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