El cacique Guaimaral y la princesa Zulia

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La leyenda del cacique Guaymaral y la princesa Zulia
(La eterna historia de amor)

Por: CARLOS HUMBERTO AFRICANO
Profesor emérito UFPS

De ignotas y lejanas tierras llegó Guaymaral. Venía precedido de un séquito de vasallos que le abrían camino a su paso. Llegó desde el lago de Coquivacoa, en la región de Mara. Hijo del cacique Mara, soberano de la tribu goagira que dominaba esa rica región. Los manatíes del caudaloso Catatumbo le llevaron la noticia de los juegos de las siete lunas, que se celebraban cerca de su nacimiento, en el gran valle de Guasimales. Príncipe de príncipes, era digno representante de su raza goagira. Su altivez y su porte le daban cierto parecido al rey Zulú de las lejanísimas tierras africanas.

Los cantos de las Siracusas de las azules aguas del lago de Coquivacoa lo llevaron al estuario del majestuoso Catatumbo por donde enfiló sus piraguas guiado por las mariaras y los manatíes que lo condujeron a contracorriente, primero por las serenas aguas del Catatumbo y luego por las borrascosas del Sulasquilla que baja de las montañas Solilaimas, poniéndole curso hasta conducirlo al gran valle de Guasimales, protegido por la magnificencia de la cordillera por el sur, que se divide en dos en Almorzadero: una que se dirige hacia el lago de Coquivacoa y se pierde a mitad de camino (en Mérida), y otra que forma la serranía de Perijá; bañado por cinco ríos (Pamplonita, Táchira, Zulia, Peralonso, Sulasquilla); rica región en la que convivían en su estado natural las tribus caribe a punto de constituirse en un gran imperio de no haber aparecido, atraídos por la sed de riquezas, los extranjeros blancos, quienes llegaron arrasando todo a su paso.

En aquel extenso valle era dueño y señor el cacique Cúcuta, amo de los Cúcuta, tribu de la raza caribe, a la que nunca pudo dominar el blanco atrevido, asentados muy cerca de lo que es hoy la gran metrópoli que conservó su nombre para inmortalizarlo.

A su presencia llegó Guaymaral y su séquito, quienes de inmediato fueron acogidos por el gran cacique, pues por sus pensamientos cruzó la idea de un digno rival para sus oponentes, en los juegos que se avecinaban.

La vió venir con su belleza sensual, su morena piel daba un espectacular brillo con los rayos del sol, producto de los aceites impregnados después del baño en las riberas del río (Pamplonita). Cuando estuvieron frente a frente, Machita y Guaymaral se miraron fijamente. Ella pensaba que era el príncipe que tanto había estado esperando. Él tuvo algo así como una premonición. Machita era la Princesa Machita, hija del cacique Cúcuta.

Al oeste de Guasimales, en Sulasquilla (Salazar), vivía otra tribu, los Cínera, también de la raza caribe, rivales amigables de los Cúcuta, con quienes competían en riquezas, progreso, belleza de sus paisajes y de sus mujeres. Su jefe era el cacique Cínera, muy respetado por sus vecinos, tanto por su riqueza, como por la extensión de sus dominios. Habíase ganado la estima de las otras tribus por su carácter y su valor personal.

La princesa Zulia era su hija, mujer de extraordinaria belleza, lúcida inteligencia y gallarda valentía. “La figura más extraordinaria de que se haya tenido noticia en la historia de esta región, en la época de la Conquista. La tradición se ha complacido en adornar la interesante figura de la princesa Zulia con todos los atractivos de su belleza extraordinaria. Su sola presencia cautivaba los corazones; la dulzura de su fisonomía y la suavidad de sus modales contrastaban con el espíritu esforzado y la valentía de su carácter. La clara inteligencia y sus cualidades de justicia de esta hermosa mujer ejerció decisiva influencia en la comarca, en la época a que nos referimos”, a decir de uno de sus cantores.

Hacia las montañas del sur vivían los Guanes (en Pamplona), los Cáchira (en Cáchira) y los Bochalemas (en Bochalema), todos también de estirpe caribe, con extensos dominios y riquezas. Por desgracia fueron las primeras tribus atacadas por el feroz blanco. Hacia el sureste convivían los Chitareros (en Chinácota) y los Labatecas (en Labateca), igualmente de estirpe caribe, aguerridos como ningunos, contra quienes Ambrosio Alfinger y Martín García no pudieron. Pagaron con sus vidas el haber osado atacarlos. Se conocía de otras tribus menores, cuya ubicación es un tanto imprecisa y cuya existencia desapareció en la memoria del tiempo. Ellos fueron: los Abriacas, Tumacos, Abuicaes, Casaderos y Camaracos. Todos ellos formaban una gran confederación, que de no haber sido por la llegada del blanco, habríase conformado un gran imperio semejante al Inca.

En la noche de luna llena, en el solsticio de verano, concurrieron al valle de Guasimales las delegaciones de todas las tribus para dar inicio a las festividades y juegos en honor a la diosa Luna. El gigantesco templo redondo levantado a su nombre, alumbrado por ella e iluminado por cientos de teas hechas con un espeso líquido bituminoso, extraído de la tierra, le daban una sensación de que era éste el que alumbraba a su diosa.

Las delegaciones de las diferentes tribus alrededor del templo lucían vistosos atuendos, cada una con su capitán al frente. La celestial figura de la princesa Zulia al frente de los Cínera, la sensual imagen de la princesa Machita, de los Cúcuta, y la recia estampa del príncipe Guaymaral, frente a los Goagiros descollaban por encima de todos, desafiantes y tensos se miraban, e inquietos y traviesos se movían los cortesanos.

Competirían en varias disciplinas de las que se destacaban, el arco, el lanzamiento del perol, la carrera huichá y la prueba reina de todas: la lucha danzante con lanza, en la que ponían toda la destreza los capitanes y eran verdaderas diosas Kalí las princesas.

Noche de festejos, luces y llamas lo iluminaban todo, atavíos multicolores donde se destacan el negro y el rojo. Consumo de destilados y fermentados, en los que son maestros desde tiempos inmemoriales, bailes y algarabía alrededor del templo y en honor a la diosa Luna que los acompañó hasta el amanecer.

Y allí, en medio de ese festín de danza, licor y música rítmica al son de los tambores, estaban dos almas que ya el destino había unido. ¡Oh!, dios Eros; ¡Oh!, diosa Bachué; ¡Oh!, diosa Kalí, que tejen extraños sortilegios del amor para que el humano caiga en sus redes. Guaymaral y Zulia habían caído ya, estaban atrapados en esas insondables redes, no habría poder, ni humano ni divino, que pudiese separarlos. Bastó una mirada, un gesto, para darle gusto al amor. Tal vez desde el pasado estaban enamorados, tal vez estaban degustando en el futuro, la almibarada miel del amor que habían elaborado en el pasado, en el panal de los sueños.

Esa mirada, ese gesto bastó para que ambos supieran que nunca jamás podrían separarse y como locos lanzáronse uno contra el otro, quedando unidos en un descomunal abrazo en medio de la plaza que aún ardía en llamas.

Voluptuosa estaba Machita aquella noche y a punto de la histeria al ver a quien sería su rival arrebatándole a su hombre. Cúcuta, preocupado, tenía otros planes en su pensamiento. Cínera miraba complacido.

Las justas terminaron con triunfo de Guaymaral en muchas competencias, pero lo más destacado fue la rivalidad de las dos princesas, quienes se trenzaron en una descomunal batalla en la lucha con lanza, cuyo trofeo para ellas era el forastero.

¿Quién fue más perdedora? La historia habría de decírnoslo. Zulia ganó en la arena del combate, pero perdió el oasis del amor que quedó convertido en un desierto. Machita ganó el amor soñado, pero perdió liderazgo.

En una magistral jugada de ajedrez, el cacique Cúcuta, a conveniencia de sus intereses, anunció el nombramiento de Guaymaral como su hijo adoptivo y le dio en matrimonio a su hija, la sensual princesa Machita.

Desconsolada, la princesa Zulia se retiró a refugiarse en las montañas Solilaimas, de sus dominios, a llorar su pena, y sus lamentos a lo lejos se oían. Cuenta la tradición que se oía el canto de las Siracusas del Lago de Coquivacoa, que le contestaban sus lamentos, pues el canto se oye cuando están lejos.

La dicha duró poco en el nuevo matrimonio. La princesa Machita murió en el primer parto. Su deceso se produjo por los años 1544, o tal vez 1545, cuando estaba en pleno apogeo el genocidio que los blancos desataron aquí, especialmente en esta rica región, que llevó al exterminio de todas las tribus caribe que la habitaban. Violencia máxima, que tal vez fue iniciada por los años 1532 ó 1534, cuando un tal Ambrosio Alfinger y otro tal Martín García, asolaron las comarcas de los Chitareros y de los Bochalemas, aterrorizándolos con sus matanzas sin piedad.

Cínera, que tiene conocimiento de esto, del exterminio que se adelanta por la región de Ocaña, por boca de sus parientes, los Cáchira, ordena reagrupar las fuerzas de la confederación para oponer resistencia al invasor. Su embajadora, la bella Zulia, fue enviada a recorrer regiones y comarcas solicitando el envío de una delegación al valle (Pamplona) para la gran asamblea de la confederación. Era el año de 1547. Mientras esto ocurría en el valle (Pamplona), un tal Diego Montes, hombre y nombre incierto, enviado por otro sátrapa, un probable Pedro Rangel o Alonso Rancel, merodeaba por las montañas de occidente, buscando unas minas de oro que, se decía, había en esta región, se dio de manos a boca con los Cínera, a quienes encontró desprotegidos en ese momento. Les cayó por sorpresa, con premeditación y total alevosía. Aunque los valientes caribes sacaron todo su arsenal de valor de su raza, fue imposible la lucha contra las terribles armas de trueno del enemigo feroz. Cínera cayó herido y se defendió con el valor de un león, pero fue rematado por sus verdugos. Cayeron muchos prisioneros, la ciudadela fue arrasada y saqueados sus tesoros, pero la dichosa mina nunca fue encontrada. La desolación fue terrible. Así los encontraron los Cáchira, informados por algunos que lograron escapar.

Informada Zulia de la terrible tragedia ocurrida a su pueblo, finalizó la asamblea a volandas, pero con decisiones drásticas. Cada comarca enviaría un cuerpo de combate de no menos de 500 combatientes, que se atrincherarían en la región de los Guanes, en las montañas del sur, al resguardo de los blancos, de quienes había jurado Zulia vengarse, sobre el cadáver de su padre.

El dolor de Zulia apenas sí superaba la desolación de su alma por la pérdida del único amor de su corta vida. Lamentos desgarradores de dolor y llanto lanzó al ver el cuadro dantesco, cuando pudo llegar a lo que había sido su palacio. Concluida la penosa labor de enterrar a los suyos y de cremar a Cínera en la pira funeraria, como era costumbre y sin mucha pompa, dadas las circunstancias, regresó al punto de encuentro de las tropas, que ya la esperaban. Ataviada con sus mejores galas reales y montando un brioso corcel se pavoneó desfilando con su séquito real, haciendo reconocimiento frente a ellas, que formaban un cuerpo de casi 2.000 combatientes, dispuestos a darlo todo por ella. Electrizados por su deslumbradora presencia, les enardeció los ánimos, las aclamaciones de júbilo no se hicieron esperar, su electrizante figura los exaltó, su belleza exquisita los llevó al paroxismo, su sed de venganza estremeció la tierra con el cascabeleo de su brioso corcel. Gritos de guerra, vítores de triunfo se escuchaban en varias cuadras a la redonda.

Guaymaral, jinete en hermoso saíno, se hizo presente con sus huestes al comando de una división de casi 900 corsarios montados de a caballo, arrebatados a los blancos, montando a la llanera, algunos apenas con un rudimentario bozal hecho de fique retorcido, a manera de jáquima como cabestro, otros sin ella, pero armados con largas varas como lanzas. Su arrogante figura infundía valor en los suyos y entusiasmo en los demás. Los vítores fueron redoblados. De inmediato fue proclamado segundo jefe al mando de los ejércitos.

Hacía dos años que no se veían y el encuentro fue una mezcla de amargo rencor, dulce pasión y delirante ansiedad. Por los momentos había que sacrificarlo todo por la empresa en que estaban.

De inmediato se desplegó el plan que Zulia había trazado y concebido sobre el cadáver de su padre. Se dividirían en dos cuerpos. Uno al mando de ella, compuesto por cerca de 1.400 de a pie: Guanes, Labatecas y Cáchiras, quienes saldrían de inmediato y atacarían por el sur (montañas de Cucutilla), y otro bajo el mando de Guaymaral, compuesto por cerca de 1.500, de a pie y a caballo: Cúcutas, Chitareros y Bochalemas, que saldrían en la madrugada y atacarían por el norte (Salazar y Arboledas).

El sigilo guardado, la sorpresa del asalto, la agilidad de los caballeros y su destreza con la lanza y la hora convenida para el ataque les garantizó el éxito sorprendente. Fijada la hora, el ataque fue sorpresivo y el plan ejecutado. Los caballeros atacaron con sorprendente precisión y rapidez a la artillería enemiga. Pasaban en ráfagas. Montando a la llanera, agarrados a la crin del caballo, tendidos sobre su lomo, casi eran invisibles. En la mano derecha llevaban la lanza y sólo frente a aquéllos se erguían y la lanzaban. Pero, además, eran de tiro doble. En la izquierda portaban otra lanza que sostenían junto con la crin y la punta la sostenían por entre la ranura del dedo gordo del pie y el siguiente. Una vez lanzaban la primera, detenían el galope del animal y volteaban grupas para soltar la segunda sin dar tiempo al enemigo de recargar sus armas de fisto, ni los cañones, que requería de cinco hombres para la recarga.

Por su parte, Zulia atacó a los fusileros con la precisión de sus cuadrillas de arqueros, mientras los cuerpos de infantería los despedazaban con sus filosas y duras lanzas de guadua, contra las cuales el sable enemigo era inútil.

Las tropas enemigas fueron aniquiladas con la disciplina y valor demostrado por los combatientes. La sangre de Cínera fue vengada con la muerte del comandante blanco, el tal Diego Montes. El incipiente campamento blanco, en el pie de monte de las Solilaimas, fue arrasado hasta sus cimientos, los prisioneros y los tesoros fueron rescatados y por su parte no hubo prisioneros blancos, no eran sus costumbres.

Zulia, triunfante, era más espléndida, su exótica belleza era la luminaria que encendía corazones a su paso, pero el suyo sólo tenía un dueño y casi con él en la mano fue a entregárselo a su adorado tormento que la había mantenido así, atormentándola durante más de dos largos años. El valor mostrado en el combate no era más sino otra prueba de amor y el arrebato que mantenía en su alma atormentada del más puro amor. Guaymaral siempre le había correspondido de la misma manera y ni un solo instante había podido olvidar su encantadora figura. Encantadora, porque lo había cautivado y lo tenía encantado con sus cantos de sirenas de su dulce voz, como la de las Siracusas que oía a lo lejos. La osadía mostrada en el combate era su demostración de ese profundo amor hacia su gran princesa a quien estaba entregado desde que inició su viaje, pues en lo más profundo de su corazón, su viaje había sido en busca de ella.

El enlace se anunció en el mismo lugar del combate y tres días después se efectuó la boda en una noche de luna llena, en una fastuosa fiesta, para celebrar el triunfo de la guerra y del amor, a orillas del río que desde ese día fue llamado Zulia en honor a la princesa y primera reina de lo que sería un imperio, que el invasor blanco no permitió hacerlo.

Pasado el gran alboroto, en apariencia, todo vuelve a la normalidad en una tensa calma, las aguas vuelven a sus cauces y la vida cotidiana también. La nueva pareja, que une las dos tribus, fijan un nuevo asentamiento en un punto equidistante entre las montañas Solilaimas y el valle de Guasimales, a orillas del ahora llamado río Zulia. Transcurrieron dos apacibles años cuando de pronto cayeron como una jauría los blancos, enviados desde el reino a colonizar y conquistar estas ricas tierras. Aquí cayeron, según relatos: Pedro de Urzúa, Ortún Velasco, un tal Diego Parada y otros más que la historia no registró.

Sabedores, Zulia y Guaymaral, de la presencia del blanco por los lados del sur (Pamplona), por el sureste (Chinácota), por el noroeste (Ocaña), intentaron repetir la organización que buenos resultados les había dado. Citaron al encuentro en las mismas montañas del sur, pero fueron descubiertos, mientras Chitareros, Labatecas y Guanes resistían lo suyo. Cíneras, Bochalemas y Cúcutas se parapetaron en la alta montaña, cubriendo una retirada hacia el páramo. Dispusieron, Zulia y Guaimaral, las previsiones para el combate e infundieron ánimo y valor en sus tropas con la convicción de un seguro nuevo triunfo.

Los blancos habían asimilado la experiencia. La persecución y el acoso fueron indómitos. Las bocas de trueno rugían sin cesar. Las primeras cargas las resistieron con arrojo indomable. Parecían infructuosos los ataques y la resistencia se tornó infranqueable.

Los blancos trazaron un nuevo plan, atacando por tres frentes, con refuerzos que socorridamente aparecieron, venidos desde el reino a expandirlo a sangre y fuego. La infantería tribal sufrió grandes destrozos, a la caballería difícil le era movilizarse en la montaña. La desesperación cundió. Zulia, en irreflexivo acto de valor, se lanzó por la falda en su corcel, aupando al ataque a sus fuerzas. Fue recibida con descargas de fusilería, y aún así, en la paroxia del combate, seguía adelante dispuesta a morir por la libertad de los suyos, con la rebeldía de su raza. Guaymaral secundó la extraordinaria osadía de su amada, pero poco pudo hacer frente a este acto impremeditado. Con todo, lanzó su ataque, en un terreno donde las cabalgaduras son inútiles, más en un intento de salvar a su reina, dueña de su corazón y de su vida, que de presentar rivalidad en el combate. Logró llegar hasta ella y rescatarla aún con vida. La causa estaba totalmente perdida. Los de a pie no pudieron superar el trueno y con su líder caída, se esparcieron. Los de a caballo, muchos fueron muertos y los demás puestos prisioneros. Guaymaral escapó con algunos, remontando la cordillera y refugiándose en el páramo.

Zulia, exánime, murió en sus brazos, entregando el último hálito de su vida a la libre determinación de su pueblo, rodeada de esos lazos que había entretejido el insondable azar. Fue cremada en la pira, sobre una piragua en medio de su río, que se fue perdiendo corriente abajo, por donde había llegado su amado, acompañada por los manatíes y las mariaras que lanzaban sus lamentos. A lo lejos se oía el canto de las Siracusas.

El exterminio sistemático del blanco continuó y se materializó. Guaymaral, presa de la pena y la congoja, aconsejó al viejo cacique Cúcuta su rendición o armisticio. Ninguna de las dos opciones operaron, fueron igualmente exterminados. Quienes se salvaron del genocidio fue la tribu Barí, que los blancos llamaron después Motilones. Habitaban el extremo norte de la región y se refugió en las profundas selvas del Catatumbo, más al norte, a donde el blanco no pudo llegar en el primer extermino, pero que después cazó como conejos cuando el auge del oro negro de estas ricas tierras. Regresó a sus tierras por el mismo camino con el amargo sabor de la derrota y la penosa desilusión de su amor perdido. No tuvo el valor de presentarse así, ni ante su pueblo, ni ante su padre. A mitad de camino fundó un asentamiento, que lo llamó Zulia, probablemente en lo que es hoy Santa Bárbara del Zulia, o tal vez San Carlos del Zulia, en recuerdo de su alter ego. Hasta allí fueron a buscarlo para anunciarle la muerte de su padre, el cacique Mara y a pedirle que tomara el mando como legítimo heredero. Llegado a la región de Mara, lo primero que hizo fue cambiarle el nombre a esa extensa región por el de Zulia, para así honrar el nombre de la bella princesa y perpetuarlo, inmortalizándola por todos los siglos.[Símbolo]

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