El ciego de nacimiento

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Publicado en Oraciones

“Sin usar sus poderes divinos, Jesús se escabulló de los que querían apedrearle. Pero volvió al siguiente sábado al Templo; allí realizará la curación de un ciego de nacimiento, conocido de todos, porque pedía en el mismo Templo.

Esta curación va a ser realizada en el Templo ante “una nube de testigos”, no en un lugar apartado pidiendo silencio y discreción.

Cristo quiere demostrar que sólo su poder le comunicará la luz a los ojos, como símbolo de la luz de la fe que recibirá más adelante.

Confiando en Él, todo ser humano espiritualmente ciego desde el nacimiento tiene la posibilidad de «volver a la luz», es decir, de nacer a la vida sobrenatural.

Todo comenzó ante una pregunta de los discípulos al ver a un ciego de nacimiento en el Templo.

“Y al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento.

Y le preguntaron sus discípulos:

Rabbí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?”.

Era una creencia popular, que enseñaban los mismos rabinos, que todo padecimiento físico o moral era castigo al pecado.

Aunque varios profetas anunciaban que se anulaba el castigo por solidaridad de los padres en los hijos (Isa 31:29.30; Eze 18:2-32), sin embargo, esta creencia primera estaba completamente arraigada en el pueblo.

Por lo tanto que existían las dos corrientes.

A esto responde esta pregunta de los “discípulos.”

Más aún, la doble pregunta que le hacen, si pecó él o sus padres, era una preocupación y tema doble que se refleja en la literatura rabínica.

Pero Cristo responde: «No pecó ni él ni sus padres».

Este problema del dolor, que ingresó en el mundo por el pecado de origen, tiene, en este caso particular, sin culpa personal del sujeto, una finalidad profunda en el plan de Dios:

“que sean manifestadas en él (ciego) las obras de Dios.”

Luego, Jesús repite la declaración que había hecho hacía poco: “es necesario que nosotros hagamos las obras del que me ha enviado mientras es de día, pues llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo”.

El día son los años de su permanencia entre los hombres; la noche, su muerte.

La declaración de ser luz del mundo adquiere matices nuevos mirando al ciego que no ve la luz de la tierra.

“Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, aplicó lodo en sus ojos y le dijo:

Anda, lávate en la piscina de Siloé.”

La piscina de Siloé es un rectángulo de 24 metros de largo por cinco y medio de ancho.

El agua que contiene no es por manantial, sino que le viene por un canal subterráneo tallado en la roca de la colina de Ofel.

Tiene unos 530 metros de largo y toma su agua de la actual “Ain Sitti Mariam,” la antigua Gihón.

Este canal lo construyó el rey Ezequías (2Re 20:20; 2Cr 32:30; Isa 22:11; Eco 48:19).

Ni tenían sus aguas propiedades curativas (Jua 5:2-4).

El nombre de Siloé (Shiloah = el que envía; Isa 8:6) ilumina esta escena, pues en este nombre, del verbo shalah – enviar, Juan ve un símbolo de Cristo, cuyo tema constante de su evangelio es que es “el Enviado”. Y si Cristo envía a este ciego a lavarse en Siloé, lo envía, realmente, a lavarse, cuerpo y alma, en Él, pues lo envía a su poder de Enviado.

Precisamente en la fiesta de los Tabernáculos, se iba a buscar, ritualmente, agua a Siloé para derramarla en el altar, y cuya agua era símbolo de las bendiciones mesiánicas. Es todo ello evocar que es en Cristo donde están las bendiciones mesiánicas.

El ciego no sabe quién es el que le mancha la cara, quizá escucha que se trata de barro.

No se le pide fe, ni se le dice que va ser curado, simplemente se le dice que se lave en un lugar determinado.

Él, quizá fue guiado por otros donde se le decía, se lavó y volvió con vista.

¡Qué gran sobresalto hubo de ser pasar de las tinieblas a la luz!

“Los vecinos y los que le habían visto antes cuando era mendigo decían: ¿No es éste el que estaba sentado y pedía limosna?

Unos decían: Es él. Otros en cambio: De ningún modo, sino que se le parece”.

Es lógica la sorpresa ante la trasformación de un rostro sin mirada a uno iluminado por la vista y por la alegría.

«Él decía: Soy yo.”

“Entonces le preguntaban: ¿Cómo se te abrieron los ojos?

Él respondió: Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo: Ve a Siloé y lávate.

Entonces fui, me lavé y comencé a ver. Le dijeron: ¿Dónde está ése? Él respondió: No lo sé”.

Luego intervienen los fariseos que no ven, o no quieren ver, las grandezas de Dios.

Y se fijan en un precepto humano que pretendía proteger otro divino, pero que, de hecho, lo ocultaba.

“Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego.

Era sábado el día en que Jesús hizo el lodo y le abrió los ojos.

Y le preguntaban de nuevo cómo había comenzado a ver”.

Él les respondió:

“Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo”.

Al oír que el milagro ha sido realizado en sábado, la curación milagrosa pasa a un segundo lugar, como si no viniese de Dios y fuese una cuestión secundaria.

Entonces algunos de los fariseos decían: “Ese hombre no es de Dios, ya que no guarda el sábado.

Pero otros decían: ¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales prodigios? Y había división entre ellos”.

Lejos de estar agradecidos por semejante curación, dijeron, pues, otra vez al ciego: ¿Tú que dices de él, puesto que te ha abierto los ojos? Respondió: Que es un profeta”. Entonces se indignan con él como si fuese un culpable y mandaron llamar a sus padres; éstos acuden y después de confirmar que había nacido ciego prefieren que le sigan preguntando a su hijo que ya es mayor.

Entonces llamaron, por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”.

Dar gloria a Dios es dar testimonio de la verdad, pero ellos eligen un falso testimonio contra Jesús como pecador.

Pretenden que les dé la razón pero “él les contestó: Si es un pecador yo no lo sé. Sólo se una cosa: que yo era ciego y ahora veo.

Entonces le dijeron: ¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?”.

Han perdido ya la paciencia, y están haciéndola perder al ciego, que no sale de su asombro y empieza a comprender que se mueven por odio, con sus corazones más ciegos que sus ojos antes del milagro.

Él les respondió: “Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo?

¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?”.

Ellos lo injuriaron y le dijeron: “¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de dónde es este”.

No aceptan el testimonio de Jesús de que su Padre es Dios y Él es el enviado de Dios para salvar a los hombres.

El ciego, que no sólo tiene vista en los ojos, sino que está viendo con los ojos del alma la verdad de fondo que se está jugando.

El hombre les respondió:

“Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos.

Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad.

Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento.

Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada”.

El discurso del ciego que ahora ve está lleno de lógica y de fe.

Todos los pasos de su razonamiento son coherentes.

 

El que no los ve es porque está ciego y sufre la peor ceguera, la de no querer ver porque le ciega el pecado.

La respuesta es aún más violenta, y le expulsan de la sinagoga además acusándole de pecador por ser ciego.

Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó:

“¿Crees en el Hijo del hombre?”.

Él respondió: “¿Quién es, Señor, para que crea en él?”.

Jesús le dijo: “Tú lo has visto: es el que te está hablando”.

Entonces él exclamó: “Creo, Señor”, y se postró ante él.

Dijo Jesús: Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven, vean, y los que ven, se vuelvan ciegos”.

Creer es ver por los ojos de otro.

Creer es reconocer la verdad.

Creer es el medio para amar a Dios.

Y el ciego ve con el cuerpo y con el alma.

Ahora sabe que Dios ha tenido misericordia de los hombres.

Sabe que Dios le quiere.

Sabe que ese hombre que le untó barro en los ojos es el Hijo del hombre profetizado por Daniel, sabe que Jesús es el Mesías, sabe que es el Hijo de Dios venido al mundo para dar luz a los hombres.

Y se postra adorándole como Dios.

La luz llena su alma.

Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron:

“¿Acaso también nosotros somos ciegos?”.

Jesús les respondió:

“Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: ‘Vemos’, su pecado permanece”.

Juan 9, 1-41

La ignorancia nunca es pecado y Dios juzga la sinceridad de cada uno con todos los atenuantes y todos los agravantes.

Ellos están ciegos, porque en sus corazones reside el pecado.

Pronto revelará Jesús la verdad de sus vidas en público, para su vergüenza, ya que no quieren acercarse a la luz, y reconocer la verdad alcanzando el perdón de sus maldades”.

 

 

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